El día 8 de marzo, con la Huelga de Mujeres, y la sentencia de la Manada, que definió los hechos probados como “abuso” y no como “violación”, han marcado, en muchos sentidos, un antes y un después en el movimiento feminista español. El creciente sentimiento de sororidad entre las mujeres, la rápida movilización tras cada acto de violencia patriarcal, el soporte colectivo a las víctimas.
Pero el que quizás ha sido el mayor logro del movimiento violeta surgido de estos episodios es, sin lugar a dudas, la ruptura del silencio por parte de centenares de mujeres sobre acosos, abusos y agresiones que durante años habían permanecido en penumbra de la intimidad. Cada vez son más las que, respaldadas por sus hermanas feministas, se atreven a denunciar públicamente a aquellos hombres que han abusado de ellas. De ahí el surgimiento y auge del movimiento internacional #metoo, reconvertido al ámbito español como #cuéntalo.
Hashtags que recogen historias desgarradoras de mujeres que, en un momento u otro de su vida, han sido víctimas de una desigualdad social reconvertida en violencia. Cada vez son más los políticos, actores, cantantes y demás influencers de la esfera pública que se han visto salpicados por múltiples acusaciones que van desde las injurias hasta los abusos sexuales hacia las mujeres de su entorno. En este contexto, la pregunta que surge es dónde está el límite entre los “gestos desafortunados”, que alegan los presuntos agresores, y los “atentados hacia la libertad sexual”, que argumentan las denunciantes. Más allá de estos lindares legales, sociales y culturales, el movimiento feminista reivindica la necesidad de entender el contexto y el porqué de estas situaciones.