Toda visión parece una locura hasta que alguien la cumple. Con estas palabras el físico e ingeniero Robert H. Goddard se defendía de sus detractores, quienes tachaban sus ideas sobre la exploración espacial de simples locuras. Era la década de los años 20 y los proyectos de exploración del espacio acababan de aterrizar en el imaginario colectivo. Goddard fue de los primeros en especular sobre un viaje a la Luna y, por qué no, sobre una primera colonización del planeta rojo. Casi cien años después de sus palabras, el ser humano no tan solo ha llegado a la Luna sino que ahora se plantea llegar al planeta vecino: Marte.
Carl Sagan, conocido astrofísico y divulgador científico, decía que la exploración constituye uno de los rasgos más fundamentales de la humanidad. Un rasgo que, en cierta manera, llevamos integrado en nuestra propia alma. Desde un punto de vista histórico, la exploración se ha concebido como una expresión cultural omnipresente más allá del tiempo, espacio o cultura: una invención de las sociedades para expandir su mensaje moral más allá de sus propias fronteras. En este sentido, son muchos los que consideran que el instinto de exploración es un rasgo necesario, deseable e inevitable para el ser humano ya que garantiza la supervivencia de la especie más allá de la existencia individual.
El instinto de exploración es lo que llevó a aquellos primeros Homo Sapiens a cruzar las fronteras del continente africano hace 90.000 años. El mismo instinto que motivó a Cristóbal Colón a emprender un viaje en busca de nuevas rutas comerciales hacia el continente asiático. Exactamente el mismo impulso que, como seres humanos, nos lleva a escalar las más altas montañas o a explorar territorios desconocidos. Es el instinto que, una vez exploradas las fronteras más cercanas, nos lleva a preguntarnos qué habrá más allá del horizonte de nuestro planeta. La verdadera razón que dio pie a la exploración espacial y que, en un futuro próximo, nos llevará a Marte.